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Negocios sucios entre banqueros estadounidenses y los nazis








Albert Kotzebue, que en 1945 era teniente del 273 regimiento de la 69 división de infantería del Primer Ejército de EEUU, se envejecía conservándose hermosas sus facciones. La vejez sólo acentuaba en él la alegría de vivir. Cuando lo conocí en Chicago, a mediados de los años 80, el coronel retirado Kotzebue estudiaba Jurisprudencia y la próxima semana tenía que dar exámenes en la Universidad. Le quedaban dos años de vida solamente, pero sólo Dios lo sabía.


Kotzebue era enérgico y generoso. Me regaló un inapreciable souvenir: la copia exacta de imprenta del número de The Stars and Stripes, periódico del Ejército estadounidense, que contenía el texto histórico - o hasta canónico - que el reportero de guerra Andy Rooney había dictado por walkie-talkie.





Amarillenta hoja de papel, más espesa que de costumbre. La atraviesa el título: «Los yanquis se encuentran con los rojos», y abajo sigue: «Los ejércitos estadounidense y ruso se encontraron a 75 millas al Sur de Berlín, dividiendo Alemania en dos partes y cubriendo el último espacio que quedaba entre los Frentes del Este y el Oeste. El encuentro, del que informaron ayer a un mismo tiempo en Washington, Moscú y Londres, se produjo a las 4.40 de la tarde de este miércoles, en Torgau, en el río Elba... La mejor descripción de los soldados rusos es la siguiente: ellos son igualitos que los estadounidenses... Uno se siente invadido del sentimiento de incontenible alegría, se abre un grandioso mundo nuevo...»





Kotzebue experimentó aquel sentimiento de alegría, vio con sus propios ojos aquel encuentro. El teniente tenía a su mando un destacamento de soldados estadounidenses que dieron un apretón de manos a los rusos en el Elba.


¿Eran los muchachos de él los primeros? Lo mismo que en el caso de la bandera roja izada
sobre el Reichstag, la Historia envolvió en mitos el encuentro del Elba. Pero muchos afirman que el destacamento de Albert Kotzebue se adelantó realmente por cuatro horas y media al grupo del teniente William Robertson, que también se abrió paso hacia los rusos. Pero para el propio Kotzebue ello no tenía ninguna importancia. La guerra no es un deporte, me dijo él.

Durante el día entero que pasamos en Chicago, él me refería cómo era aquello. Al amanecer de la plana de batallón le ordenaron por radio «Destacar una patrulla hacia el Elba. Verificar si por allí han aparecido los rusos».


Tomé conmigo a 28 hombres y siete jeeps y empezamos a abrirnos paso hacia el río. Realmente se trató de abrirse paso, porque al encuentro venía una compacta muchedumbre: refugiados y desertores del Ejército alemán, algunos disfrazados de mujeres. Era imposible ahuyentar esa comparsa apretando el claxon o dejando avanzar
sobre ella los jeeps. Hasta el Elba quedaban unas 20 millas, pero logramos llegar allá a las 11.30 de la mañana, solamente.




En la otra orilla del veloz río se veía el trajinar de unas figurillas vestidas de color caqui, que llevaban unos gorros de campaña característicos del Ejército Rojo. Ese cuadro quedó grabado por siempre en la memoria de Kotzebue. Los estadounidenses lanzaron al aire dos bengalas verdes, lo que significaba: somos aliados, todo está O.K. Los rusos lo acogieron con recelo. Los alemanes ya los habían embaucado en una ocasión, corriendo de aquí para allá en la orilla opuesta fingiendo ser yankis. Solamente después de intercambiar determinadas palabras y contraseñas, los rusos dieron la señal: pasen a nuestro lado.


Pero ¿cómo hacerlo? Los jeeps no son submarinos. Kotzebue y otros seis muchachos corrieron río abajo. Allí encontraron, gracias a Dios, dos botes, que estaban sujetados con cadenas. Pero ¿qué puede una cadena contra la culata? Durante toda la noche la Luna contemplaba con deleite aquel banquete de los vencedores, escuchando sus ruidosos brindis. ¡Por Stalin, por Roosevelt, por el Ejército Rojo, por el fin de la guerra! Hacia el amanecer aparecieron no se sabe de dónde un acordeón y varias guitarras. Los estadounidenses les enseñaban a los rusos a cantar «Swany-river», y los rusos a ellos la «Katiusha»...


- ¿Comprendías el carácter histórico de aquel momento?, le pregunté a Kotzebue. Él asintió inclinando su cabeza cana, hermosamente moldeada.

- Sí que lo comprendía. La fórmula parecía ser sencilla. Hubo una guerra horrorosa, a la que estuvo arrastrada toda la Humanidad. Y he aquí que nuestra fraternidad con otro pueblo, el ruso, ha permitido vencer ese mal. Soy una persona religiosa, y para mí en ello había y siempre habrá el triunfo bíblico de la luz sobre las tinieblas...




Aquel miércoles del 25 de abril de 1945, Kotzebue, junto con el teniente Gordeev (este era el único apellido ruso que él recordaba), hacían la Historia contemporánea en el Elba.


Aquel mismo día, el 25 de abril de 1945, en San Francisco se inauguró una conferencia internacional convocada para instituir la Organización de las Naciones Unidas, llamada a imponer paz lo más rápido posible en el temerario mundo nuevo que surgía con el fin de la guerra. Mientras tanto, sentado en su buró en la redacción de The New York Times, el periodista Charles Higham, más tarde conocido historiador estadounidense, acometía la tarea de toda su vida: era un estudio que entonces parecía ser herético, y lo parece a algunos hasta hoy día, que desembocaría en el libro sensacional Transacciones concertadas con el adversario.




Tapa del libro "Transacciones concertadas con el adversario" del historiador estadounidense Charles Higham, una seria investigación sobre los sucios negocios de los banqueros norteamericanos con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

El libro llevaba un subtitulo, cuyo sentido difícilmente podía comprender mi amigo Albert Kotzebue, y si lo comprendiese, no lo habría creído y habría maldecido a su autor. El subtitulo decía: «Desenmascaramiento del complot monetario nazi-estadounidense de 1939-1949».


Había qué desenmascarar, según se averiguó. De los hechos, que Higham encontró en documentos del Archivo Nacional de EEUU, después de que se dio libre acceso a ellos, y en otras fuentes, surgía un cuadro vergonzoso. Se trataba de la cooperación que mantenían con Hitler durante la guerra los pilares de la empresa libre estadounidense, tales como «Standar Oil of New Jersey», «Chase Manhattan Bank», «Texas Company», «International Telephone and Telegraph Corporation», «Ford», «Sterling Products» y otros muchos.


Según pruebas documentales que aduce el autor de Transacciones concertadas con el adversario, tal cooperación no suscitaba desaprobación por parte de la Administración de EEUU del período de la guerra, incluidos el titular de Comercio, Jesse H. Jones; el de Hacienda, Henry Morgenthau, y altos funcionarios del Departamento de Estado.


Era una fórmula mucho más complicada de la guerra, la cual no tenía nada que ver con la euforia ingenua que sentía Albert Kotzebue. La Historia no es Biblia, en ella la luz no siempre se impone a las tinieblas.





Miremos a algunas de esas transacciones con los ojos de los soldados de la Segunda Guerra Mundial. Mientras que Albert Kotzebue y su Primer Ejército se abrían paso hacia el Elba, para encontrarse allí con los rusos, mientras que los estadounidenses en EEUU y los ingleses en las islas Británicas hacían colas cerca de las gasolineras vacías, «Standart Oil of New Jersey» enviaba petróleo vía la Suiza neutral para que los carros blindados alemanes llenaran sus tanques.


Cuando los soldados de los Ejércitos aliados avanzaban hacia el Elba, contra ellos a menudo abrían fuego en vuelo rasante aviones de la Luftwaffe, provistos de motores que se fabricaban en cadena en las empresas «Ford» ubicadas en la Europa ocupada.


Empresas estadounidenses, incluida su potente sucursal instalada cerca de París, en Poissy, siguieron fabricando durante toda la guerra motores de aviación, camiones y automóviles. Lo hacían para la Alemania nazi, por supuesto. Y con visto bueno de sus propietarios estadounidenses, claro está. «Al comenzar el año, nos comprometemos a hacer lo máximo para alcanzar la victoria definitiva», aseguraba el rotativo que se editaba en una empresa «Ford» ubicada en Alemania.


Mientras que los soldados avanzaban hacia el Elba, Walter Schellenberg, jefe del Servicio de Contraespionaje de la Gestapo, se desempeñaba al propio tiempo como uno de los directivos de la estadounidense «International Telephone and Telegraph Corporation» (ITT). Según pudo averiguar el autor de Transacciones concertadas con el adversario, el presidente de la ITT, Sosthenes Behn, hacía viajes en persona durante la guerra de Nueva York a Madrid y Berna, con el fin de debatir el tema del perfeccionamiento de los sistemas de comunicaciones del Ejército alemán.





En mayo de 1944, mientras que los soldados avanzaban hacia el Elba, Thomas McKittrik, presidente estadounidense del Banco de Operaciones Internacionales (BIS) de Suiza, controlado por los nazis, arribó a su oficina de Basel, Suiza, para presidir la reunión anual de sus directivos, la cuarta durante la guerra. Junto con Emil Puhl, emisario de Hitler, él debatió todo lo relacionado con el arribo a los depósitos del Banco de unos lingotes de oro, de 20 kilogramos cada uno, por 378 millones de dólares.


Dicho oro fue robado en bancos de los países ocupados. Según escribe, Charles Higham, incluía también el oro de monturas, anillos, cigarreras y dientes de presos de los campos de concentración nazis, fundido en sótanos del Reichsbank. Ya en marzo de 1943, el congresista Jerry Voorhis propuso adoptar una resolución en que se exigiese investigar las operaciones efectuadas por el BIS. A él le interesaban «las causas, por las que un ciudadano de EEUU sigue ocupando el puesto de presidente de ese banco y es utilizado para promover los intereses y objetivos de las potencias del "Eje"». Pero el Congreso no quiso aprobar la propuesta de Voorhis.


Son sólo unas cuantas historias documentales tomadas del libro-investigación Transacciones concertadas con el adversario. Las historias así abundan en el libro, una más sorprendente que otra. Afortunadamente, Albert Kotzebue no supo nada de ello. El libro de Charles Higham se publicó después de su muerte.


Uno recuerda involuntariamente sus páginas, al leer hoy día las lamentaciones de ciertos autores extranjeros - y también de algunos patrios - de lo difícil que les era a los aliados occidentales atreverse a formar alianza con ese diablo de Stalin. EE UU, dicen ellos, tuvo que acallar su canto democrático para tender la mano durante la guerra al despótico régimen de los Soviets. Desde este punto de vista, el «lend-lease» y la memorable operación «Frantik», durante la cual los «fortalezas volantes» estadounidenses despegaban de los aeródromos de campo de Poltava para efectuar bombardeos «de lanzadera», no eran más que inmolación de los principios occidentales de democracia y libertad...


Creo que Moscú, que estaba bien informado por sus servicios de inteligencia sobre la cópula de la élite bancaria e industrial de EEUU con Hitler, también habrá tenido muchos fundamentos para experimentar dudas de carácter moral. Pero las vísperas del aniversario de la Gran Victoria son un momento poco propicio para calcular en porcentaje cuál de los aliados pecó más.


Al fin y al cabo, vencieron los justos como el ruso Gordeev y el estadounidense Kotzebue, que se encontraron hace mas de sesenta abriles en el Elba.



Fuente

1 comentarios:

Anónimo dijo...

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