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El animal que llevo dentro: Un estudio sobre el cerebro

¿Conoces tu cerebro?, de Christian Glaría

Desde tiempos inmemoriales, sabemos que en nuestra naturaleza tenemos también una parte animal; pero lo que no llegaron a sospechar los antiguos filósofos es cuánto de literal puede ser. Durante millones de años, la evolución ha funcionado con su mecanismo para producir todas las especies que hoy día pueblan la Tierra, incluyéndonos a nosotros. Venimos de organismos más simples y guardamos la organización química complejísima que un día las formó, empezando por nuestro cerebro. En él se mantienen intactas las zonas que un día fueron nuestro cerebro primitivo. Desde dentro hacia afuera, nuestro centro de operaciones conserva celosamente esas estructuras.
Nuestro cerebro es todo nuestro yo. Todo lo que percibimos, sentimos o pensamos es actividad cerebral; el alma está en el cerebro. Esto no es una teoría ni una opinión; es, al igual que la evolución, un hecho. Y los hechos no se discuten. Se explican a posteriori con teorías, se niegan, se racionalizan o se tiran a la basura si no nos convienen; pero los hechos están ahí, para bien o para mal. Nuestros sentimientos, nuestros anhelos, temores, alegrías y dolores están en el cerebro. Todo. El cerebro humano guarda las estructuras de las que ha ido evolucionando; no las ha desechado, sino que ha ido añadiendo capas encima; en nuestro caso, son tres. En primer lugar nos encontramos con el cerebro reptiliano, responsable de las funciones más básicas, que tienen que ver con la supervivencia. Después viene el sistema límbico (o cerebro mamífero), encargado de las emociones, el afecto o la sexualidad. Por último, la capa más externa, nuestro orgullo, nuestra zona genuinamente humana: el neocórtex. Ahí están la palabra, el raciocinio, el pensamiento… Nuestro toque de distinción respecto de las otras especies, y lo que en última instancia nos diferencia de ellas al estar más desarrollado. Que se activen las zonas más primitivas es algo bueno en ocasiones. Cuando uno se encuentra ante un peligro de vida o muerte, no serviría de nada que el neocórtex evaluara la situación y llegara a la mejor forma de actuar. Lo que importa es una respuesta rápida que nos predisponga a huir o luchar; el cerebro reptiliano se activa y actuamos de la mejor forma para nuestra supervivencia. Cuando resolvemos un problema científico o argumentamos, el neocórtex toma la palabra e impone sus superiores características para el asunto.
Pero… ¿qué ocurre cuando llegamos al terreno sexual? La estructura vertical de nuestros tres cerebros hace que se lleven especialmente mal entre sí. Esto quiere decir que, cuando se activa una zona primitiva, tiene prioridad sobre las demás, porque sus razones son mejores que otras cualesquiera. Primero viene la necesidad del reptil, luego la del mamífero y, por último, la racional. Cuando corres por tu vida, no piensas; tampoco lo haces cuando te sumerges en la pasión. Y cuando sufres porque sientes algo por una persona que no lo corresponde, un animal dentro de ti está rasgándote, reclamándote lo que le interesa porque, aunque el neocórtex le diga lo contrario, él ya ha decidido que es lo mejor para ti. Es obsesivo; nos roba la felicidad y ocupa nuestra mente de manera que no disfrutamos de las demás cosas. Somos sus esclavos y sólo le interesa su deseo; como dice la preciosa canción de Battiato, nos roba todo, hasta el café. El neocórtex poco o nada puede hacer cuando las otras dos zonas se han activado; encima, si se descuida, comenzará a buscar razones para estar de acuerdo con los deseos de esas estructuras milenarias. ¿Quién no ha racionalizado lo bueno que es el ser deseado, las bellas cualidades que lo adornan? Es un triunfo de los centros cerebrales inferiores, que secuestran literalmente al neocórtex para que racionalice lo bueno de sus apetencias.

Si el deseo se satisface, vives en una nube. Si no eres correspondido, sufres; si has pasado por eso y vuelves a caer, vuelves a sufrir. Y te enfrentas al dilema de decir adiós a la persona que origina en última instancia este dolor. Dejar tiempo para que la química cerebral vuelva a su lugar, aunque sólo sea buscando un nuevo clavo, otra dosis de feniletilamina.

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